Una cabellera
rubia destacaba sobre un montón de cabezas núbiles que pasaban desapercibidas -aunque lo habían aparentado, pues en el fondo eran sutiles, lumbreras, incluso
perversas-. Aquella melena áurea -como una diosa que posaba para orfebres
micénicos- lucía blandos y vibrantes rizos. Nos separaba "la pasarela de la
mujer invisible", pues el profesor, discutido y admirado,
rara vez se doblegaba yendo al terreno de lo mundano (vivía en su autoritaria
burbuja docente). Ella sobresalía como una cantante que sale al
escenario y, de simple gata, entre bambalinas, se transforma en pantera.
Destacaba por su verbo grácil y exacto, como esas gotas que llaman a la
ventana, sin permiso, sin fuerza descontrolada, con el contacto idóneo para que
retumbe en nuestros tímpanos lo suficiente, y para que queden grabadas en
nuestra memoria y pegadas, trémulas, en el cristal.
La recuerdo esbelta -digo bien, la recuerdo, porque eso es todo
cuanto hay ahí fuera, en el exterior (lectura interior de la memoria):
recuerdos-. ¿Y si solo fuésemos evocación?, ¿o individualidad: punto de partida y
al mismo tiempo de salida? Todo hacia
el interior de la individualidad, ésta como un punto de inflexión, pero de ahí
hacia una ruta contraria, a lo más cercano (ya en lo externo). En aquella
aula, lo más próximo para mí era la musa de cabellos fulgurantes y
ensortijados, una fémina individualista o reflejo rimbombante de la esencia de
un espejo ocultador de sí misma.
Algunas veces reía, no siempre
en el mismo color. Para mí reía en azul, era la flor de los pájaros azules. Hay segundos cromáticos que se dilatan perpetuos. Por
ejemplo, estar sentado frente al ordenador, a las cinco de la tarde, en un día
despejado, en primavera...; y mientras el sol se extiende, dorado, tímido y
tenaz, sobre la añoranza de la piel del perfil de un rostro (el de Ela), algo se desvanece, hacia un duermevela, y se mina la escritura que las entrañas dictan. Se descubre el telón.
Lo que domina la vista onírica es un color rojo, irradiado y eterno.
poessía
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