Nunca he votado. Jamás. Ni en la comunidad de vecinos. Ni tan si quiera movido por la curiosidad de cuando tenía dieciocho años y era inconsciente de la perversa participación del votante en un sistema corrupto que obliga a votar. Dirán que nadie obliga a nada, que es un derecho… ¡que se lo pregunten a los brasileños si votar es un derecho obligatorio! Aunque en España es más sutil: hay una buena colección de frases policiales para esposar al abstencionista; por ejemplo: “si no votas, no puedes hablarme de política”, “si no votas, no puedes quejarte”, o la que es mi preferida, “si no votas, no propones nada para cambiar las cosas”. Pues bien, yo erre que erre: sin votar, les hablaré de política, me quejaré del totalitarismo democrático que sufrimos y plantearé una propuesta, no para mejorar el sistema, sino para cambiar algunas cosillas.
¡Tranquilos! No voy a proponer nada anticonstitucional. No seré yo quien prive a los entusiastas democráticos de su vicio de las papeletas y las papelinas. Al contrario: propongo duplicar el despliegue. Imaginen que cuando van a votar se encuentran con dos urnas: la primera, la vieja conocida en donde los electores depositan el voto por un candidato a gobernante; y la segunda (he aquí la novedad) una urna en donde se vota a aquel que jamás querrías que gobierne. Es decir: una urna para votos positivos y otra urna para votos negativos. Por razones simbólicas, podríamos pintar una urna de blanco y la otra de negro, con algo de la opuesta en ambas, una democracia yin-yang, una ley maniquea electoral. ¿Derecho a elegir? ¡Toma! ¡Pues claro! Y por partida doble: derecho a elegir quién va a gobernar y derecho a elegir quién no va a gobernar bajo ningún concepto.
Bueno, pues si se realizara esta reforma electoral (y jamás se realizaría porque los sociólogos y think-tanker del sistema lo saben como lo sé yo) , ustedes pueden estar seguros con rigor científico que en el 99% de los comicios, el vencedor de la urna blanca sería el mismo que el vencedor de la urna negra. Siempre habría una proporción entre sendas mayorías: el candidato más votado positivamente sería el más votado negativamente por simpatizantes de otras opciones políticas o del voto en blanco. Realizar este experimento demostraría dos cosas:
1.- Jamás el candidato más votado en unas elecciones es el más querido, sino más bien al contrario desde una perspectiva integral; resulta el más odiado (ahí tienen los claros ejemplos de 2000 y 2004 en EEUU con George W. Bush)
2.- El sistema necesita neutralizar la capacidad de rechazo individual para afirmarse y legitimarse contra nuestra voluntad.
Y es que en la dictadura de la corrección política, se desprecia el poder individual de nuestro odio. Se silencia. Se subestima. No cuenta. Hay interés en que “todo sea amor”, aunque sea a un hipócrita nivel aparente en donde la emasculación, la cobardía y la impotencia se alzan como virtudes propias del santo civil. Se trata de una política trampeada porque el sistema electoral se fundamenta en la representación legitimada por el apoyo, obviando que la tensión entre contrarios es el verdadero motor político. ¿Desde cuándo el consenso hizo posible la política? Desde nunca: esa es la ilusión de estas postrimerías históricas. Es la guerra -nos guste o no- lo que mueve una política que hace décadas está narcotizada, secuestrada, lobotomizada en la habitación 101 de Naciones Unidas.
Esto ya no es Política; es Post-política ¿Acaso crees ejercer un derecho cuando votas? ¿Por ventura un “derecho humano”? Pues para ti: renuncio a todos los derechos humanos, a todos y a cada uno, para cumplir mi deber de decir la verdad.
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