El sol del atardecer es tangente y entra por la ventana. Caminó a ráfagas de luz hasta las telas bordadas, y separó con sus manos la luna del sol. Miró a su derecha, en un giro de cuello de cisne, y lo vio, chulo y arrogante, deslizarse sobre el hielo del resplandor del piso. Lo siguió con la mirada, y después con las almohadillas de hombre, sigiloso. No halló rastro de él. Lo buscó por toda la casa, sin éxito. Así son ellos, impecables, hasta para esconderse. Más aún, para volverse invisibles. Se dio por humillado y dejó de buscar. Las tinieblas avanzaban a pasos kilométricos, cada pisada cubría un campo entero, y después una manzana de viviendas completa... A las doce en punto sonó el cuco de la casa de al lado, como todas las noches. Esta vez con más decibelios. Habría jurado que el pájaro del reloj cantó en su propia casa. Saltó de la cama con la elasticidad de un ocelote, y en tres segundos llegó al salón. Allí estaba él, jadeante e inmóvil, encima del respaldo del sofá. Su inteligente mirada lo fulminó. Lo evitó y se encaminó hacia la cocina, pero no la alcanzó, porque una voz cristalina, de un cristal de espejos, le reveló la cara de un gato sonriente, perfilada en el marco metálico de una lámina con la figura de Osiris, recuerdo de un viaje a Egipto.
Bastets
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