Son dieciséis fotografías, tomadas en El Cairo, que tratan de mostrar el movimiento, es decir, aquello que ha girado, avanzado, reculado, o simplemente surgido de improviso, junto a lo estático. Se muestran en blanco y negro, con sus diferentes gamas de grises, más luces, sombras y contrastes. No importa la nitidez, ni de rostros, ni de cuerpos, ni de cosas, sino la sugerencia de que algo se mueve en el espacio. Dicho en el idioma de los gatos: lo que se intuye. Se captan instantes de vida, pero no quietos y pasmados, sino abiertos y activos. Lo que interesa es lo energético, consciente o subconsciente, dirigido o espontáneo, natural o artificioso.
El pie de una mujer se sincroniza con la pata de un burro. Al unísono avanzan hacia el futuro inmediato. El viento agita palmeras y trae a las calles universos de partículas móviles, respirables e invisibles (salvo que el Sol decida mostrarlas) provenientes del desierto. Un fundirse Oriente con Occidente se desplaza.
Se ha congelado un hombre, antes de poner su pie sobre el último peldaño de una escalinata, por respeto a la Gran Pirámide. Dos personas lo acompañan, en silencio y en paralelo. Se encaminan hacia el pasado y hacia el futuro: contenidos en un continuo ahora o instante o captación o movimiento mental (vuestro o nuestro). Lo natural es multiforme y perfecto (la arena), lo artificioso es geométrico no exacto, y el hombre se expone a situarse en el centro: lugar de incertidumbres.
Cinco chavales caminan junto a rocas ciclópeas y básicas: raíces de su niñez, de la pirámide, y de civilizaciones. Sobre una meseta rocosa en el Valle de Giza descansa un peso extraordinario. Se amontonan años, siglos y milenios. Cada sillar es único, y colocado milimétricamente para aportar, como eslabón, un tic en el paso disimulado del tiempo o reloj eterno o cadena del misterio.
Un árbol extiende sus tentáculos, dirigido por el viento, en dirección al reino mineral: una gema piramidal (de yeso, caliza, granito y arena) que ocupa, como superficie, una área de base aproximada de cincuenta y tres mil metros cuadrados. Dromedarios y caballos danzan sobre un escenario apoteósico, donde el sol y la mano del hombre dirigen la puesta en escena.
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