—Malena, ven, quiero presentarte a alguien. Esta es Anabel, mi exmujer.
Si los ojos realmente reflejaran los sentimientos más íntimos, los míos se habrían convertido en ciénagas fangosas y nauseabundas. Supongo que recordarán que al principio de este relato sostuve la hipótesis de que un hombre con el culo de Arman tenía que estar casado o ser marica. Pues bien, ha quedado claro que había olvidado una tercera opción: puede ser divorciado. Y tenía que ser justo en este instante cuando me enterase de que él lo era. Y no un divorciado cualquiera, no, sino uno de los detestables, en cuya categoría entran todos aquellos que hayan estado casados con alguien como Anabel. De milagro consigo que Malena, Magda o Magdalena, cualquiera de ellas, salgan de su estado cataléptico para que se le acerquen y le den los dos besos de rigor. Cuando finalmente lo hago, me desagrada comprobar que desprende un aroma dulzón de bebé recién amamantado. Pero aún me fastidia más percibir que su piel es también suave como la de un recién nacido, al menos los dos centímetros cuadrados que mis labios llegan a rozar al saludarla, amedrentados por la sensación de inferioridad que por momentos va apoderándose de cada una de las células de mi cuerpo.
Qué maravilla, mi Arman hasta ahora casi perfecto tiene una exmujer realmente perfecta. Sus ojos son de un gris imposible, su nariz recta y menuda le confiere un aire de faraona egipcia que combina a la perfección con la melena negra y lacia que se descuelga melosamente sobre los hombros. En una décima de segundo, quizá menos, mi memoria fotográfica toma una instantánea de su rostro improbable de divinidad arcana: genial idea que servirá con toda seguridad para atormentarme el resto de mi vida.
—Encantada –balbuceo de milagro ante tanto pensamiento patético.
—Igualmente –musita ella con toda la sequedad que le es posible concentrar en una palabra.
El silencio apenas interrumpido por el ya incesante abrir y cerrar de la puerta principal se instala entre las dos. Diría que esta víbora regia me escruta con descaro. Así que es en este momento cuando, sospecho que lo estarán imaginando, la inseguridad de la que les hablé antes logra apoderarse por completo de mí y decide por todas nosotras que la velada ha concluido.
—Arman, lo siento pero me encuentro fatal. Creo que voy a irme a casa.
—¡No! –grita en un susurro inaudible Malena.
—¡Bien! –corea incomprensiblemente Magda.
—Pero Malena, no puedes irte ahora, ¿tan mal te encuentras? –Pregunta Arman extrañado de este cambio.
Que si me encuentro mal. Juzguen ustedes. Abandonarle en manos de esta belleza pseudoegipcia, que ya antes ha tenido la inmensa suerte de probar mil y una veces su culo espléndido y que, no sé debido a qué enigmática razón, cometió el error de dejarle ir es la mayor y más recia estupidez que podría ocurrírseme en esta situación. Por algo ella me mira con la incredulidad de quien reconoce la oportunidad fijada en sus retinas. Pero Malena no consigue imponerse.
—De verdad, Arman. Tengo ganas de vomitar, necesito irme cuanto antes.
Estoy diciendo la verdad más absoluta. Por momentos, una náusea asciende desde mis entrañas y avasalla todas mis demás sensaciones. El vómito es real, aunque psicológico, de pena por mí misma, por mi desaliento y mi abandono sin plantar ni una sola de mis caras.
—Pues entonces te acompaño. No puedo quedarme aquí sabiendo que estás así. Me voy contigo.
—No, no te preocupes. Quédate, tenías muchas ganas de asistir al concierto. Yo tomaré un taxi y en veinte minutos estoy en casa. Mañana hablamos.
La belleza egipcia continúa abrazada cual garrapata negra al brazo de Arman. Pero ahora se ha acercado más y sus cuerpos se tocan por muchas partes. Me gustaría arrancárselas de cuajo. Él es mío, sólo mío. Pero no consigo decirlo en alto. Anabel lleva un pantalón pirata que deja a la vista sus gemelos. Agradezco este recato. Así únicamente percibo sus tobillos perfectos mientras me resisto a imaginar que todo lo demás lucirá el mismo tono y tersura que esas fibras musculares inigualables.
Arman me acompaña a la puerta. Quiero gritarle que no me deje ir, quizás lo hago, pero sólo yo me escucho; en cambio sí que se me oye disculparme.
—Lo siento. Siento haberte fastidiado la noche. Te lo compensaré, en serio. Pásatelo bien.
—Más lo siento yo, espero que no sea nada —masculla Arman mientras me sorprende con un beso tierno, casi fraternal, –dame un toque cuando llegues a casa.
La noche es húmeda y mi vestido demasiado vaporoso. Ahora que Arman deja de rodearme con su presencia y vuelve a entrar en el auditorio, siento frío. No puedo decirles si es el que provoca la derrota auto-infringida o el aire que se levanta en un remolino a mis pies, pero logra que se me congele el alma.
Por cortesía de la autora.
"Nuestra búsqueda de la verdad es constante, por etapas, y el inconformismo e imperfección humanos nos deja cerca de una realidad: lo que hoy damos por bueno, tal vez mañana lo eliminemos, de este sitio y de nuestros principios".
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